Hace un año la escribí, por las fechas del "amor y la amistad". Aqui la transcribo como esta escrita en la entrada de hace un año:
Maler era en ese entonces un hombre se 63 años que sufría los tormentos del amor. Había estado enamorado de una muchacha de Tenosique durante su más reciente estancia en el río Usumacinta. Le regalaba flores y joyas y la visitaba todas las tardes en casa de sus padres, a quienes ayudaba con sus ahorros para que pudieran vivir con más decoro. Con ellos hizo los arreglos para el matrimonio, pero luego todo salió mal. "El día anterior a la boda", escribió un amigo, "la muchacha se fugó con un joven mexicano y Maler enloqueció con la noticia. Luego salió del pueblo sin que nadie lo supiera".
El capitán Maler jamás pudo olvidar el recuerdo de su humillación en Tenosique, pues lo vinculaba con un fracaso más esencial: el que marcó su relación con las mujeres a lo largo de su vida. "La estrella del amor faltó en mi cielo", lamentaba con frecuencia. ¿Es verdad? Un retrato lo muestra por esos años vestido de levita cruzada y camisa de cuello almidonado, con el cabello corto y canoso y con el bigote y la barba de mosquetero. Sus rasgos son enérgicos: la frente amplia, la nariz curva y fuerte, pero una sombra de tristeza le nubla la mirada, que parece frágil. Maler, en esta foto, mira fuera de la imagen, hacia algo que le provoca un abatimiento muy grande. Al ver esa mirada llena de dolor recordé una frase que es bella y verdadera y que lo debió de consolar, escrita por un poeta de la tierra que le brindó cobijo: "El amor es una prueba que a todos, a los felices y a los desgraciados, nos ennoblece" (Octavio Paz).
En el verano de 1864, Teobert Maler bebía cerveza en un bar de Londres cuando supo que el emperador Maximiliano acababa de desembarcar en México. Leyó con avidez los detalles en las páginas del Daily Telegraph. Más tarde deambuló como iluminado por las calles y los parques de la ciudad: acababa de tomar una decisión que cambiaría el curso de su vida para siempre. Al regresar a Viena comunicó su plan a sus amigos, regaló todas sus pertenencias y se incorporó como cadete a la 1ª Compañía de Pioneros del Ejército Imperial Mexicano, formada en Liubliana bajo las órdenes del Conde de Thun. Zarpó de Trieste junto con mil 200 hombres en el vapor Bolivian rumbo a Veracrz, en cuyas playas desembarcó en enero de 1865. Caminó después varias jornadas hasta Puebla, donde las mujeres salieron a las calles para aclamar a las tropas del Imperio. Le pareció la ciudad más bella del mundo. Tenía 23 años.
Maler obtuvo una medalla de plata por su valor en los combates que libró con el Cuerpo de Voluntarios. Alcanzó también el grado de capitán. Pero no pudo evitar la caída del Imperio. El capitán Maler permaneció en México luego de la caída del Imperio. Los gritos de la guerra resonaban aún en sus oídos: ¡Viva la libertad! ¡Abajo Maximiliano! ¡Muerte a los austriacos, carajo! Durante más de 10 años recorrió el país, asedido por rebeldes y bandidos, para fotografiar sus ciudades y paisajes, y después también sus ruinas. En julio de 1877 pasó seis días en uno de los aposetos del Palacio de Palenque, donde fue perfectamente feliz. Hechizado por los templos que descubrió- y yo creo que sobre todo por la selva- decidió consagrar el resto de su vida al estudio de los mayas.
Faltaba nada más una cosa: los recursos. Maler tuvo que regresar a Europa para reclamar la herencia de su padre- "un hombre sombrío, receloso y avaro"-, que acababa de morir en un palacio muy obscuro de Venecia. En ese viaje visitó Baden-Baden, Viena y París. Con la fortuna de su padre, Maler pudo montar un taller de fotografía en Ticul, al sur de Yucatán. Muy pronto aprendió maya (hablaba también italiano, español, inglés, alemán y francés) y empezó a recorrer las ruinas del interior de la Península. Dormía en hamaca, a la intemperie, y solía comer y beber lo mismo que su gente, que lo estimaba, a pesar de su temperamento de austriaco solitario y excéntrico. Su salud estaba devastada por las fiebres y las privaciones, pero algo muy poderoso lo movía, una fuerza misteriosa le permitía soportar la terrible prueba de la selva. "El señor Maler regresó a Mérida con la cara de un fantasma", escribió por esos años un testigo, "y se está llenando de quinina y arsénico con la esperanza de poder hacer otro viaje la temporada que viene".
En agosto de 1895, Maler descubrió las ruinas de Piedras Negras, en la ribera del Usumacinta. Ese descubrimiento, el más importante que realizó, fue también un parteaguas en su vida. A partir de entonces dedicó su tiempo y su entusiasmo a explorar aquel río, que llegó a conocer mejor que ningún hombre. El Museo Peabody de Harvard acodó sufragar todos los gastos de sus expediciones, a cambio de publicar en sus memorias el resultado de sus descubrimientos. Maler llevaba aparatos de fotografía cargados a lomo de mula, en cajas envueltas con lonas humedecidas en aceite para resguardarlas de la lluvia. Viajaba con cámaras de gran formato, trípodes de madera, lámparas de magnesio, placas de vidrio, sales de platino, en din, charolas, pomos, frascos y botellas. Sus fotos tienen una belleza austera y sombría que revela también una parte de su personalidad.La soledad lo volvió intolerante, suspicaz y misántropo. "Durante todos mis viajes por las traicioneras aguas del Usumacinta", escribió una vez, me parece con razón, "estuve siempre poderosamente impresionado por el extraordinario contraste entre la prodigiosa belleza de la naturaleza y la extrema degradación de los restos de humanidad que subsisten ahí".
Teobert Maler es uno de los personajes que más me cautivaron entre los que conocí- vivos y muertos- durante mi viaje por la selva. Me conmovió su personalidad. Valiente, honorable, austero, generoso, testarudo, desconfiado, romántico, melancólico, solitario, misántropo, bondadoso y frágil. Las personas que lo trataron lo recordaron siempre con admiración y afecto. "Su carácter era retraído pero cortés y hasta un poco ceremonioso. Recibía a sus amigos con humilde modestia y no era avaro en sus conocimientos". Y también: "Era un caballero, un investigador devoto y un amigo particularmente bueno".Maler había nacido en una de las habitaciónes del Palazzo Rospiglioso, en Roma, donde su padre era chargé d' affaires del Gran Duque de Baden ante la Santa Sede. Pasó sus últimos años en un cuarto de servicio que tenía la casa del señor Gerardo Manzanilla, en Mérida. Para obtener un poco de dinero, que despreciaba, malbarató sus fotografías y su colección de antigüedades.
Nunca tuvo aires de superioridad. Iba todos los días a una cantina de la esquina de la Calle 59 a tomar cerveza, que bebía, dice un amigo, "con parsimonia y deleite". Veía la gente pasar y conversar, y platicaba con los comensales. Era fiel a la memoria de Maximiliano, pero reprimía su devoción para no contrariar a sus amistades en Mérida. Hacia mediodía sacaba de su bolsillo una lata de salchichas, que abría con lentitud para disfrutarlas, una por una, en la punta de su tenedor. Recordaba con agrado sus años de trabajo en la selva. "El hombre", decía, "mira con hastío y disgusto los lugares donde ha perdido su tiempo en placeres dudosos, pero reserva un afectuoso recuerdo al lugar donde ha trabajado y sufrido". Fue siempre un hombre fuerte y vigoroso, que trabajó en la selva hastauna edad muy avanzada, bajo condiciones terribles, pero con los años empezó a sufrir afecciones en el estómago que le terminaron por doblegar la salud de hierro. No tenía dinero. A veces pasaba días enteros sin comer otra cosa que no fueran los mangos que crecían en el jardín.
Murió el 22 de noviembre de 1917 en su cama de latón, cuidado por el propio don Gerardo. Sobre su tumba, en el Cementerio General de Mérida, quedó grabada esta inscripción: Los restos mortales de Teobert Maler descansan en la tierra del país de los faisanes y los ciervos.
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