Publicada en La Voz de Michoacán, martes 23 de octubre.
La tarde se encontraba tapizada de nubes que impedían que los rayos solares cruzaran a tierra, iluminando las bastas extensiones de tierra y lago que yacen en Pátzcuaro. Pequeñas gotas de lluvia caían, primero en forma de lluvia, luego, en forma de metrallas que abatían a quien se encontrara en su camino, en suelo lacustre. Esa fue una tarde fría, sin embargo, los rayos del sol vieron la forma de salir e iluminar la vida de María Garfias, quien después de crisis económicas, encontró la manera de sobrevivir.
Caminó unos cuantos pasos, tocó aquella enorme puerta, esa que encerraba su destino. De pronto, entre chillidos la puerta abrió, dejando ver una mano con arrugas, que preguntó por quien tocaba la puerta. Desde aquél día ya nada volvió a ser igual, y la señora Garfias se comprometió a dar su vida por la muerte, pero no de una forma sangrienta o cruel, sino una en la que sólo el mexicano puede profesarle a el final de los tiempos: con un dulce sabor de boca.
Aquella tarde, María Garfias acudió a la casa de su vecina, quien poco a poco la instruyó en el arte de hacer calaveras de azúcar, esas figuras tan ancestrales como la misma tradición de Noche de Muertos, esas en la que se desafía a la muerte al tiempo en que se le venera con respeto y cariño, pues da la oportunidad de volver a convivir con los seres queridos, con aquellas almas que desde tiempo atrás cambiaron su morada por el inframundo y que según los antiguos, entran por el lago de Pátzcuaro. Doña Mari, como todo mundo la llama, comenta que ella empezó a realizar calaveras de azúcar debido a las crisis económicas, pues mantener catorce hijos no es tarea sencilla.
Fue así como sus manos moldean la muerte, siempre con un dulce sabor que será recordado por aquellos que la prueban. Pero esta, como otras artesanías, no es de fácil fabricación. Doña Mari hierve azúcar en un cazo, y luego, la toma con las manos para darle forma. Los movimientos deben ser rápidos, pues de lo contrario las quemaduras persistirán a través de los años. Ella comenta que nunca se ha quemado de gravedad, sin embargo, cuando llega a sufrir lesiones, simplemente se unta jugo de limón. Ahí es donde Doña Mari muestra la sabiduría que le ha enseñado el laborar cerca de una de las tantas muertes que habitan en el México del Bajío.
Hoy, el destino que inició al momento de abrir aquella puerta ha tomado el rumbo elegido, pues Doña Mari comenta que cuando no la observan vendiendo las calaveras de azúcar, van a buscarla a su casa. “Muchos vienen a comprar, pero la verdad es que la mayoría son migrantes, que vienen y se llevan un pedazo de Michoacán al otro lado, a veces vuelven al año y me dicen que aún tienen su calaverita” – relata la escultora de tradición y fiesta, con esa dulce voz como el material con que crea su trabajo.
De los catorce hijos que tiene Doña Mari, sólo tres han seguido su camino, aunque ninguno de tiempo completo. Algunos trabajan de abogados o en puestos de gobierno, sin embargo sus raíces persisten y afloran durante septiembre, mes en que inicia la elaboración de calaveras, misma que concluye a finales de octubre. Pero el tiempo ha ido cambiando las cosas, pues ya no sólo se realizan calaveras, aunque siguen siendo el símbolo de esta fecha. Ahora, las figuras van desde pequeños cerdos, gatos, perros y patos, hasta pequeñas guares, ángeles, cofres con un cadáver en su interior e incluso botellas de ron. “Todo eso es para las personas que quieren ponerle eso a las ofrendas, y si se vende mucho” – comenta Doña Mari.Es así como la tradición perdura, y por uno, dos, tres, cuatro, diez y hasta quince pesos, una persona puede adquirir no sólo una parte de México, sino de su tradición, de su cultura, de su espíritu. Y de esta forma ver a la muerte como sólo la ven en México, con un dulce sabor de boca.
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