miércoles, 31 de octubre de 2007

Crónicas de Noche de Muertos III

Publicado en La Voz de Michoacán, viernes 26 de octubre

El ambiente se siente distinto, y el aire arrastra olores típicos de la temporada. Las tardes tienen consigo un fresco que es característico de noviembre. La luna llena ilumina como un pequeño sol, y se vislumbra un Pátzcuaro distinto. El viento sopla, en ocasiones silba, ocasionando el temor en algunos, y el llamado para otros. En la lejanía se escucha un crujido, y de pronto, un golpe fuerte, e instantes después, un peso que cae; para luego repetirse el golpe certero. Unos pasos atraviesan el campo, y el crujir de las ramas secas se hace presente, tan presente como el sonido de los grillos, que callan al escuchar al forastero.

De pronto, se escuchan las llamas crepitar, y como si se tratara de un ritual, las sombras de quienes lo ejecutan aparecen detrás de las flamas. Poco a poco el horno de leña va tomando calor, pero antes de introducir la masa, don Félix va dándole forma a uno de los sabores más tradicionales de la Noche de Muertos: el pan de muerto.

Don Félix trabaja en un pequeño taller, alejado del centro de la ciudad, sin embargo, ya su sabor es característico, pues a algunas cuadras se encuentra lo que los antiguos afirmaban era la puerta al cielo y por la cual los dioses entraban a volver a la Tierra: el lago de Pátzcuaro.
Desde una noche anterior, don Félix pone a fermentar levadura con la masa, y a la mañana siguiente inicia la labor de todos los días. Revuelve huevo, azúcar, manteca vegetal y animal, así como mantequilla, y en ocasiones, ingredientes para un sabor casero, como canela e incluso fruta rayada. De pequeño, su vida siempre se vio entrelazada con el arte de hacer pan, pues entregaba en enormes canastos las piezas de pan dulce o bolillo, y años después, poco a poco fue inmiscuyéndose en su realización. “Nosotros ayudábamos a los panaderos, mi hermano y yo sobretodo, somos los primeros de la familia y ahora ambos somos panaderos” – relata don Félix sin dejar de amasar y observar aquél volumen, golpeándolo con fuerza, y luego con delicadeza afinando los detalles de aquél pan tradicional, mismo que adornará las tumbas, las ofrendas, las construcciones y las mesas de los patzcuarenses.

Su trabajo, la pieza terminada, encierra un simbolismo más grande que sólo masa y levadura, pues el pan representa las grandes celebraciones de la humanidad, o al menos es lo que significa dentro de la Noche de Muertos. Mientras don Félix amasa y forma las piezas en charolas, relata que por muchos años fungió en distintos cargos en la Secretaría de Salud, pero al jubilarse, la sangre de panadero renació en sus venas. “Un pasatiempo, lo retomé por eso, pero la verdad es que no siento esto como un trabajo, sino como un placer, y en estas fechas, que hacemos el pan de muerto, sentimos un profundo respeto” – relata don Félix.Con una pala toma las charolas y las deposita en el horno de leña. Un olor peculiar, en ocasiones más intenso incuso que el copal, envuelve el pan, y como si se tratara de las brazas del infierno mismo, la pieza se va formando. Bastan quince minutos en las brazas de leña para que el pan de muerto tenga la textura y color indicadas, esas que son las idóneas para adornar la tumba de una de las ánimas que retornan del más allá.

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