Algunas bancas aún se encuentran mojadas, pero eso no le importa a Sóstenes Manujano, quien un poco encorvado debido a su edad, es ayudado por su tercera pierna, un bastón algo oxidado, hasta llegar a una de las bancas, en donde se sienta a respirar el aire puro con la brisa del lago. Él acude a una reunión de ex braseros, sin embargo se encuentra un poco alejado del grupo.
Sóstenes tiene 86 años cumplidos, como él afirma, y su primera travesía fuera de las fronteras delineadas por el hombre fue en 1945. Él menciona que siempre trabajó en el campo, pero debido a su situación económica tuvo que emigrar al vecino país del norte. Primero viajó hasta Guadalajara y de ahí tomó un tren hasta Mexicali; le cobraron tan sólo 90 pesos de aquella época.
El rostro lleno de arrugas de don Sóstenes parece cobrar vida, y una ligera sonrisa que va creciendo hace más notable las arrugas que posee. Se rasca la barba un poco, con esos delgados dedos y una temblorosa mano, una que trata de sujetar con fuerza su bastón.
Después de llegar a Mexicali, el coyote lo pasó a Estados Unidos, sólo recuerda haberlo llamado Rafael, y lo cruzó para iniciar su trabajo en el campo. “Fresas”, comenta con una voz un tanto alegre, aunque temblorosa, “cultivábamos fresas”. Viajó por diversas ciudades y estados de la nación estadounidense. Trabajó y vivió en Missouri, Arizona, California, e incluso estuvo dos meses en Washington, pero comenta que a pesar de su estancia no conoció la Casa Blanca.
En el trabajo los tenían a prueba por 45 días, y si pasaban la prueba se quedaban 18 meses. Don Sóstenes no tuvo ningún problema en quedarse. Cada semana enviaba dinero a su familia, en San Juan de Viña, donde actualmente vive. “Yo cuide muy bien mi trabajo, ahora tengo terreno y casa propia, con mi trabajo, pero vi que muchos otros lo desperdiciaban en alcohol, bailes y mujeres, ellos no tienen ni tuvieron nada”.
La última vez que viajó a Estados Unidos fue en 1984, a Los Ángeles, California, en donde trabajo en diversos empleos, pero debido a su edad tuvo que regresar. Actualmente no trabaja, pues dice que hace dos años sufrió una caída, una de la que no pudo recuperarse. Y aunque sigue con su paso viajero y trabajador, ya no pudo hacer mucho para salvar su trabajo. “Ahora sólo me queda esperar la muerte”- dice mientras se ríe, como si hablar de la muerte fuera un juego, inclusive una amiga que lo acompañó en cada travesía a la frontera, a la que conoció en desiertos y entre injusticias. Una muerte a la que conoce tan bien que ya no le teme.
Un legado de oportunidades
Pero Sóstenes no fue el único en ir al vecino país del norte, pues asegura que cuatro nietos se encuentran en Oregon, en donde tienen casa y familia. “Los que se van ya no vuelven, y los que vuelven es porque dejamos familia aquí, como yo”- comenta entre suspiros, como observando su vida delante de sus ojos.
Don Sóstenes se despide, acomoda su sombrero para taparse del sol de la mañana y se levanta con dificultad. “Ya salió el sol, como todos los días” – comenta “pero pronto la lluvia y las nubes negras caerán”. Sus palabras encierran un significado mientras avanza con lentitud por la plaza Vasco de Quiroga. Quizá encierran más que un simple pronóstico del tiempo, quizá encierren el significado de su propia vida.